Tres formas de “Crítica a la Razón de la modernidad”: Hegel, Marx, Foucault.
Apenas resulta necesario evocar el papel que la modernidad, y tras ella la Ilustración, concedió a la razón. Ambas definieron al sujeto moderno justamente por la decisión de plantarse ante el mundo y someterlo todo a inspección racional. Ningún dominio debía escapar, incluida la religión y por supuesto la legislación política. Tal facultad crítica fue identificada con la razón misma. La idea básica de la crítica reposa en el principio de razón suficiente: cada creencia, cada norma, cada principio debía tener una razón suficiente tal que, por necesidad lógica, debía seguirse de otras creencias consideradas verdaderas. No debían existir excepciones, salvo quizá la presencia del tribunal mismo de la Razón, pues éste era lo único inviolable y sagrado. La actualidad que se inició alrededor de la segunda mitad del siglo XVIII es, siguiendo la expresión de Kant, la edad del criticismo.
Ahora bien, el término “crítica” significa la actividad de diferenciar lo verdadero de lo falso, lo justificado de lo injustificado, lo legítimo de lo ilegítimo : someter alguna afirmación o algún conjunto de afirmaciones a la crítica es examinarlos acerca de su validez o su justificación. De este modo, el término adquirió, en su origen, una connotación negativa asociada primeramente a las ideas de “limitación”, “restricción”. Kant mismo afirma que la crítica no tiene como propósito la ampliación de los conocimientos, sino sólo su corrección, “ya que no se propone ampliar el conocimiento mismo sino simplemente corregirlo y mostrar el valor o la falta de valor de todo conocimiento a priori”. Como veremos, esta connotación puramente negativa va a ser puesta en cuestión.
Ahora bien, si alguien se pregunta: ¿quién realiza la crítica? la respuesta será invariablemente: la razón. Esta se erige pues como tribunal, como instancia de juicio: ante cualquier conjunto de afirmaciones la cuestión es siempre si ellas responden o no a los estándares de la razón y es esta, a través del sujeto que reflexiona, la que debe resolver afirmativa o negativamente. Pero, ¿qué sucede cuando esa actividad crítica de la Razón se hace autoreflexiva? Si el deber de la razón es criticar todas nuestras creencias, esta acción puede volverse hacia ella misma, porque los estándares de la razón pueden aplicarse también a la razón. Nuestro propósito en este trabajo es examinar justamente tres momentos: Hegel, Marx, Foucault, en los que la crítica a la razón ha derivado en una concepción alternativa que, rechazando la existencia de valores universalistas y eternos, coloca a la razón decididamente en la contingencia de su historia. Esto es lo que explica que, para cierto humanismo universalista, cada uno de estos pensadores haya sido considerado un enemigo de los valores de la modernidad y de la razón.
La crítica a la Razón en filosofía: Hegel. Sin duda alguna recae en Kant el enorme mérito de ser, a la vez, el paradigma del propósito ilustrado acerca de la razón, y de dar origen a esta actividad autocontemplativa de la razón. Hay suficiente evidencia de que para Kant, la Crítica de la Razón Pura (en adelante KRV) es, entre otras cosas, el intento por investigar sí y cómo el conocimiento científico es posible para nosotros. La tarea de la KRV no es ver si las afirmaciones del objeto bajo investigación concuerdan con el patrón de la razón –pues la existencia de esta concordancia se da por descontada en la física de su tiempo- sino que persigue una tarea más específica: “es una propedéutica –dice Kant-, ella no debería llamarse doctrina de la razón pura sino simplemente crítica de la misma”. En este esfuerzo por aclarar su procedimiento y preservarse de errores, la razón establece un juicio sobre sí misma, examinando la posibilidad de su propia indagación objetiva. Como es bien sabido, Kant respondió a la cuestión estableciendo las condiciones a-priori de todo conocimiento posible. Sin embargo, tal respuesta fue tema de innumerables debates. El criticismo se prolongó así después de Kant, pero ya no referido a las cuestiones de primer orden: por ejemplo, ¿cómo la física conoce las leyes de la naturaleza?, sino en torno a afirmaciones de segundo orden propuestas por la filosofía crítica: ¿cómo podemos afirmar un criterio de verdad suficiente y estar en posesión de los primeros principios evidentes?, ¿cómo es posible la crítica del conocimiento?
Al plantear la cuestión de si es posible tener conocimiento de las condiciones y los límites de tal conocimiento, la filosofía trascendental produjo un renacimiento de la epistemología. En cierto modo, el idealismo posterior a Kant puede entenderse desde esta perspectiva. Para nuestros propósitos, iniciaremos con Hegel la línea de pensamiento crítico que buscó resolver las dificultades del programa kantiano en torno a la crítica del conocimiento. Para ello, formularemos de este modo la cuestión que Hegel intenta enfrentar: ¿es la razón capaz de darse a sí misma su propio fundamento? Inmediatamente después de Kant esta pregunta fue considerada importante, porque si la razón debe hacer la crítica de todas nuestras creencias, entonces ella no puede descansar en un fundamento externo a sí misma, fundamento que a su vez podría ser objeto de crítica iniciando un regreso al infinito. La filosofía crítica debía pues ofrecer no solo un fundamento trascendental para la ciencia, sino también debería justificar sus propias afirmaciones y presuposiciones, es decir, ser auto-fundamentada, auto-justificante.
La respuesta que Kant ofrece acerca de la auto-fundamentación de la razón no fue considerada satisfactoria por algunos, entre los cuales se encuentra Hegel. En este último tal insatisfacción se expresa de diversos modos: por ejemplo, afirma que la filosofía trascendental busca separar las condiciones formales de la experiencia de la experiencia misma, lo que se traduce en el deseo de establecer las condiciones a-priori de todo conocimiento, independientemente de cualquier conocimiento. Hegel sostiene que esa misma separación provoca que la filosofía de Kant se incline hacia una concepción “subjetivista” del pensar pues al lado de las determinaciones del pensamiento y del esquematismo del espacio y del tiempo solo queda una suerte de exterior inefable: la cosa en sí, lo “más allá”, lo perfectamente abstracto, una mera suposición a la cual sin embargo se adscribe el ser. La llama “subjetivista”, porque en esta filosofía la armonía de la razón y la naturaleza queda confinada dentro del reino de la conciencia misma. Finalmente, como corolario, la separación entre el conocimiento y el absoluto provoca que, de acuerdo con Kant, hay conocimiento verdadero, pero este no es absoluto, porque proviene únicamente de lo que provee nuestra capacidad de pensar: es decir, es conocimiento del fenómeno, pero no de la cosa en sí, tal como esta es en verdad. Si estas objeciones son o no correctas es motivo de un debate interminable, pero de cualquier modo, todas ellas tienen un fondo común: según Hegel, todo descansa en un supuesto que Kant no cuestiona nunca: la separación entre forma y contenido de la experiencia que a su vez deriva de la separación acrítica entre ser y pensamiento, prejuicio que comparte con la conciencia común. Dicho en otros términos: al aceptar la separación entre ser y pensamiento, el criticismo no ha llegado suficientemente lejos y por ello declara al pensamiento una pura “forma”, la cual resulta dependiente de un contenido que ella no puede darse –salvo caer en antinomias-. En cierto modo, hacer frente a dicha separación es el emblema de la filosofía especulativa, pero nos concentraremos en la “Deducción trascendental” de las categorías que Kant ofrece en la KRV. Según Hegel, ahí se percibe la importancia, pero también la manera acrítica en que las categorías han sido alojadas en la unidad trascendental de la apercepción.
¿Qué es una categoría? Kant la ha definido correctamente como un acto unificador. Categorizar es pues “asociar juntas”, “apuntar”, “reunir” en un punto focal, ciertas cosas, de un cierto modo. El problema de las categorías es importante para Hegel por diversas razones: primero, porque para él, lo mismo que para Kant, las categorías son las condiciones necesarias para que un objeto sea pensable, es decir, unifican la contingencia del ser con la universalidad del pensamiento. Aquí, piensa Hegel, Kant ha producido un enorme servicio: en la filosofía de Kant, las categorías ya no son espejos de la naturaleza, sino que estipulan lo que debe entenderse por “objeto”. Después de Kant, ya no es preciso iniciar una investigación sobre la naturaleza de “las cosas”; todo lo que se requiere es estudiar las categorías básicas del entendimiento y las reglas que gobiernan su uso. En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, al haber puesto atención a las categorías -que habían sido desatendidas por las metafísicas anteriores- , Kant transformó la Metafísica en Lógica, desplazando la investigación “de las cosas” hacia las concepciones que hacen posible a la conciencia la aprehensión de las cosas: “el orgulloso nombre de ontología –afirma Kant-, deja su sitio al modesto título de analítica del entendimiento puro´”.
Hegel está pues de acuerdo en la importancia de las categorías, pero discrepa por completo con la deducción que ofrece la filosofía crítica. En efecto, ¿de dónde provienen las categorías para Kant? Según Hegel, simplemente las ha extraído de la lógica tradicional:
“Es sabido que la filosofía Kantiana se puso las cosas fáciles con el hallazgo de las categorías. Yo, la unidad de la autoconsciencia es enteramente abstracto e indeterminado, ¿cómo se llega por tanto a las determinaciones del yo, a las categorías? Afortunadamente, en la lógica usual se encuentran las diferentes clases de juicios ofrecidas de antemano de manera empírica. Ahora bien, juzgar es pensar un objeto determinado. Luego, las distintas maneras de juzgar previamente catalogadas proporcionan las distintas determinaciones del pensar”.
Para comprender la objeción de Hegel, conviene considerar la definición que Kant propone: “(las categorías) son conceptos de un objeto en general mediante el cual la intuición de este es considerada en relación con una de las funciones lógicas del pensar”. Las categorías se originan entonces, o al menos están asociadas, a la facultad de juzgar. Sin embargo es importante tener presente que Kant no asume simplemente que el entendimiento es una facultad de juzgar sino que deriva esta convicción de dos premisas adicionales: primera, del hecho de que el entendimiento humano es “discursivo” y por tanto debe descansar en la sensibilidad; premisa a su vez descansa en la oposición que existe entre el entendimiento humano y una intuición intelectual, la cual puede representarse un objeto con solo concebirlo, pero este es Dios y nosotros, seres finitos no somos Dios y por tanto, nuestro entendimiento igualmente finito hace que la nuestra sea una facultad del juicio discursiva y no intuitiva. Son estas dos premisas últimas las que llevan a Kant a ofrecer las categorías como basadas en las funciones del juicio y por ello afirma: “Si hacemos completa abstracción del contenido del juicio y atendemos tan solo a su simple forma intelectual, descubrimos que la función del pensamiento dentro del juicio puede reducirse a cuatro títulos, cada uno de los cuales incluye tres momentos: cantidad, cualidad, relación y modalidad”. A los ojos de Hegel esta deducción acrítica es completamente inadecuada y conduce a una concepción errónea de la actividad del pensamiento en el acto de conocer. Kant no ha sometido a las categorías a un examen, sino que retiene, sin haber mostrado como necesaria, una concepción enteramente tradicional –aristotélica- de dichas categorías . Por ello, a pesar de todo, la KRV sigue siendo un “pensamiento acrítico”. Hegel no fue el primero en señalar tal insuficiencia:
“Corresponde a la filosofía de Fichte el profundo servicio de haber recordado a este propósito que las determinaciones de pensamiento deben ser mostradas en su necesidad, que deben ser deducidas de manera esencial…si el pensar tiene que ser capaz de demostrar algo, si la lógica tiene que exigir que se den pruebas y quiere enseñar a demostrar, tiene que ser capaz ante todo de demostrar su contenido más propio y de comprender la necesidad de este”.
En consecuencia, un pensamiento enteramente crítico debería suspender la concepción tradicional de las categorías y determinar nuevamente cómo estas deben ser entendidas. Sin este esfuerzo, el pensamiento que se está examinando a sí mismo no puede justificar sus propias operaciones, no puede probar que tiene en sí mismo su propio fundamento y por tanto no puede erigirse como autoridad última del tribunal de la razón. El pensamiento trascendental no ha podido justificar las categorías que utiliza, no ha podido explicar por qué son 12 y no ha mostrado el vínculo necesario que debería existir entre ellas.
Hegel estima que la justificación por el pensamiento de sus propias operaciones –es decir su auto-fundamentación- puede lograrse únicamente si las categorías surgen inherentes al propio pensamiento, en la medida en que este las genere por su necesidad intrínseca, ellas, que son a la vez sus propias determinaciones. La realización de este propósito crítico es la Lógica de Hegel. En efecto, la Lógica debe ser la ciencia en la que todas las determinaciones del pensamiento son investigadas y mostradas en su necesidad interna. La Lógica de Hegel quiere ser la determinación de lo que es el pensar y de las leyes y categorías del pensar como tal. Ella busca responder a la cuestión: ¿qué categorías son requeridas si el pensamiento se piensa a sí mismo, en su intento por apresar su propia esencia, en tanto que actividad pura? De este modo, ella es la crítica radical de la concepción tradicional de las categorías, crítica que Kant no ha realizado. ¿Cómo se propone lograrlo? Mostrando que cada categoría emerge como una negación determinada de las categorías que le preceden y servirá de punto de partida a las categorías que le suceden. Cada categoría es entonces demostrada a través de las determinaciones obtenidas en el proceso mismo y su significado depende enteramente de la posición que ocupa en la serie.
No es nuestro propósito desarrollar en pocas líneas la Lógica de Hegel, sino indicar que con ella apareció una noción de “crítica” que ofrece una concepción diferente de la actividad del pensamiento, una diferente relación entre el sujeto, el objeto y la Verdad, y finalmente una diferente concepción de la razón que, proveniente de las demandas de la modernidad, no adopta las ilusiones de esta. Veamos paso a paso.
Ante todo, para un pensamiento realmente crítico no debe existir separación entre el contenido y la forma de la experiencia, es decir entre el objeto que está siendo pensado y las condiciones de posibilidad que permiten pensar ese mismo objeto. Ello se debe a que el pensamiento sólo puede auto-justificarse si logra mostrar que el pensar un objeto es simultáneamente la creación de las categorías que son condición de posibilidad para la experiencia de ese mismo objeto. En otras palabras, que ni el objeto (pensado), ni las categorías con las que se lo piensa, están dados de antemano: ambos surgen de un único proceso que constituye tanto al objeto como a las condiciones conceptuales que permiten que sea objeto de una experiencia. El pensamiento sólo puede auto-justificarse, y no depender de otro, si es determinante del objeto y auto-determinante, y por tanto, si su forma es idéntica a su contenido, resultantes ambos de una única actividad.
Otra forma de decirlo es que la filosofía sólo es enteramente crítica si actúa sin admitir presuposiciones (sean estas provenientes del objeto a través de la sensibilidad, o sean provenientes de lo que se considera la estructura elemental del entendimiento). Es pensar al pensamiento sin ninguna presuposición, intentado fundar, a la vez, la experiencia y la reflexión sobre esa misma experiencia. Alcanzar la auto-determinación del pensamiento implica necesariamente esta ausencia de presuposiciones, pues de otro modo la suya sería hetero-determinación. Es determinación de objeto, porque quiere mostrar que esa estructura de categorías es la que convierte las sensaciones y las representaciones en conocimiento de las “cosas del mundo”, y es por esas categorías y solo por ellas, que cualquier cosa es lo que es. Es simultáneamente determinación del pensamiento porque si aquello que el pensamiento piensa se revela progresivamente en el proceso del pensar, entonces la progresiva determinación de la forma del pensamiento y la determinación de su contenido son idénticos: “Es preciso –afirma Hegel- que la actividad de las formas del pensamiento y su crítica sean reunidas en el acto de conocimiento” . Dicho de manera más coloquial: a medida que el pensamiento crea las determinaciones (categorías) con las cuales piensa al objeto, va creándose a sí mismo, auto-determinándose mediante esas mismas categorías: “La Idea es el pensamiento, no en tanto que pensamiento formal, sino en tanto que es la totalidad del desarrollo de sus determinaciones y leyes propias del pensamiento, que él se da a sí mismo, no que la tenga ya, y la encuentre en sí mismo”.
Según Hegel, el problema fundamental de la filosofía de Kant es la separación entre la forma y el contenido, entre el pensamiento y el ser. La consecuencia es que el pensamiento es declarado “formal”, lo que conduce a que sus formas no puedan mostrar su necesidad, no puedan justificarse y por tanto, ni el entendimiento, ni la razón pura, sean auto-determinados, auto-fundamentados. La única refutación posible al criticismo es mostrar que el pensamiento, por su propia actividad, unifica el contenido y la forma: el primero, convirtiendo la intuición sensible en categorías y la segunda otorgándose de ese modo su forma: “se dice que la lógica tiene que ver únicamente con formas y debe tomar su contenido de otra parte. Sin embargo, las ideas lógicas no son un solamente frente a cualquier otro contenido, sino que todo contenido es solamente un solamente frente a ellas”. Sencillo de expresar, pero ello entraña una diferente concepción de la acción del pensamiento. En efecto, si esto es así, el pensamiento es ahora actividad pura y no queda en él rastro alguno de receptividad pasiva de contenidos dados. El pensamiento es un “hacer”, un transformar lo sensible en “objeto pensado”, y un “hacer-se”, porque esa acción suya es su auto-formación. La Lógica de Hegel es entonces la narración del pensamiento elevándose, por sí mismo, espontáneamente, a la libertad de la autotransparencia , a la conciencia plena de su auto-construcción. Y sólo entonces y así, el pensamiento es auto-determinado, es decir, libre, pues no depende de ninguna otra cosa.
Hegel llama Concepto a esta unidad entre el ser real convertido el ser pensado y la reflexión que lo piensa. Esta una categoría filosófica compleja porque en el Concepto se unifican contenido y forma, ser y pensamiento. El Concepto indica la imposibilidad de separar, por un lado el ser (el mundo de “las cosas”, externo, mudo) y por el otro el pensamiento (formal, vacío). Por tanto, es en el Concepto donde recae toda la objetividad. Según Hegel, entonces, lo verdaderamente objetivo no es simplemente el mundo “allá afuera” de nosotros, el ser puro y simple. La objetividad es más bien una relación entre el yo y el mundo: el dominio constituido por la interacción incesante entre el pensamiento y “las cosas”. Entiéndase bien: el idealismo de Hegel de ningún modo niega la existencia del mundo real y no sostiene la idea propia de un místico trasnochado de que, profundizándose, el pensamiento crea las cosas del mundo. Lo que él afirma es que, por la acción del pensamiento “las cosas del mundo” son transformadas y unificadas bajo las categorías y con ello pierden toda exterioridad irreductible, dejan de ser lo Otro, externo e indiferente, del pensamiento. Lo verdaderamente objetivo es el proceso por el cual ese ser real es convertido en “ser pensado” y el pensamiento, por su acción, crea esas categorías auto-otorgándose simultáneamente un contenido y una forma. “Concepto” quiere indicar justamente que todo lo que existe y se presenta en la experiencia es ser, ser tangible y real, pero ser mediado por el pensamiento (y luego por la acción humana). Elevarse al punto de vista del Concepto es comprender que ni el ser permanece indiferente en su exterioridad (pues al apropiárnoslo reflexivamente y luego mediante el trabajo, le estamos negando tal exterioridad), ni el pensamiento permanece siempre el mismo, dotado de formas vacías e intemporales, pues en y por su actividad se produce y se transforma en su esfuerzo por pensar los objetos efectivos. Hegel está lejos de negar la importancia de la praxis, por el contrario, él busca más bien introducir la praxis al interior del pensamiento.
El pensamiento se produce a sí mismo mediante su trabajo con su Otro: eso es el Concepto. Pero el pensamiento tiene además un contenido en un segundo sentido: cada una de esas categorías está a su vez determinada por otras categorías en tanto que pertenece a un encadenamiento lógico, jerarquizado, necesario. Recuérdese que esta es la objeción hecha a Kant: corresponde a filosofía mostrar la necesidad de cada categoría en el proceso de reconstrucción del objeto pensado. Que el pensamiento sea auto-determinado significa finalmente dos cosas: primero que encuentra en sí mismo la causa de su propio movimiento y luego que no tiene otro fundamento que él mismo. En efecto, aquello que impulsa la actividad del pensamiento no es más que esa necesidad interna de mostrar el encadenamiento de categorías en la reconstrucción reflexiva del objeto. Es porque una categoría no es sólo la representación ideal de una determinación de objeto, sino también una forma de presencia parcial del pensamiento ante sí mismo. Una categoría aislada es entonces una presentación incompleta, una presencia aún deficiente del pensamiento en su actividad de producir al objeto y de auto-producirse. Cada categoría aislada debe ser “superada” (negada y subsumida por una categoría subsecuente), debido a que el pensamiento busca una constitución del objeto y de sí mismo, más perfecta. Resulta así que ninguna categoría aislada puede ser fundamento del proceso del pensar. Partir de una categoría (cualquiera que esta sea), es partir de un principio no demostrado. En Hegel, la “demostración por conceptos” no es una exhibición que parta de principios considerados verdaderos –para él, esto es indudablemente dogmatismo-. En consecuencia, si se rechaza que alguna categoría es el fundamento de la demostración, se sigue que el único fundamento aceptable es la actividad autónoma del pensamiento, su auto-producción. Hegel ofrece pues una respuesta singular al problema de la auto-fundamentación de la razón no resuelto por Kant: el pensamiento es el fundamento, pero de sí mismo y por ello sólo él es fundado, pero en sí mismo. Lo que hace de la filosofía de Hegel un proyecto singular es que, a diferencia de otros fundamentalistas modernos, él se niega a comenzar por algún tipo de presunción, principio o dogma, de lo que supuestamente es –o debería ser- la razón humana, para de ahí establecer un tribunal de juicio de todas nuestras creencias. Por el contrario, “autonomía de la razón”, “auto fundamentación”, significa exactamente lo mismo que “rechazo a cualquier dogma o principio incuestionado”, lo que se traduce lógicamente en la necesidad de no mantener separados, dentro del pensamiento, el fundamento y lo fundado: “los dos no son extrínsecos uno respecto del otro, pues el contenido es esto: la identidad del fundamento consigo mismo en lo fundado y de lo fundado en el fundamento”.
Resulta sencillo entonces comprender que la unidad de forma y contenido, del ser y del pensamiento, trae consigo una concepción diferente de la noción clave de la filosofía: la verdad. La verdad, en efecto ya no puede ser la correspondencia entre dos órdenes heterogéneos: el ser puro, simple, y el pensamiento, pues estos han sido mostrados como “momentos” del Concepto. Lo verdadero existe pero se despliega en el proceso en el que el Concepto no tiene que ver sino consigo mismo, se hace igual a sí, contiendo en sí su diferenciación superada con el Otro. Si la constitución del objeto pensado es simultánea a la constitución de las determinaciones conceptuales (categorías) con las que se lo piensa, la verdad no puede ser otra cosa sino la adecuación del objeto pensado con el pensamiento categorial que posibilita esa experiencia de objeto. La verdad es entonces adecuación entre dos entidades homogéneas: el ser (pensado) y su esencia (sus determinaciones categoriales pensadas). Insistamos para los incrédulos: lo real inmediato no está ausente, no es producto del Concepto: eso está ahí frente a nosotros, masivo, firme, pero no es plena y auténticamente real, es decir lo real puesto, hecho, articulado, por el individuo como real, sino en el momento en que posee cierta inteligibilidad reflexionada, es decir es convertido en algo inteligible al interior del Concepto. Es por eso que la verdad es un producto (y no una simple designación de “las cosas del mundo”):
“Para la conciencia ordinaria, el problema de la verdad de las determinaciones del pensamiento (categorías) no puede presentarse sino raramente porque ellas parecen recibir su verdad únicamente de su aplicación a objetos dados y por tanto, no hay ningún sentido en interrogarse sobre la verdad fuera de esa aplicación. Pero este es efectivamente el problema que importa. En este sentido, se debe saber lo que cabe entender por “verdad”. Habitualmente llamamos verdad al acuerdo de un objeto con nuestra representación. En este caso tenemos como presuposición un objeto, al cual debe estar conforme la representación que tenemos. Por el contrario, en sentido filosófico, verdad significa, si se expresa de manera general, abstractamente, acuerdo de un contenido consigo mismo”.
La verdad –piensa Hegel- es acción del pensamiento como principio activo de determinación: de determinación del objeto y de auto-determinación. La verdad es pues producto de la autonomía, de la libertad de la Razón. Todos los filósofos concuerdan en que el pensamiento tiene que ser activo en la búsqueda de la verdad, pero siempre le enfrentan alguna clase de exterioridad, algo que él no puede, ni podría, producir, y con ello aparece algo de pasividad receptiva. Hegel, por contrario, coloca en el Concepto (y no en el pensamiento) toda objetividad: en este, ni el ser real permanece en su muda indiferencia, ni el pensamiento permanece pasivo como simple representación de objetos dados, ni las ideas son tan impotentes como para no pasar a la vida efectiva. El pensamiento es la facultad más extraordinaria y más característica del ser humano, crucial, porque toca al pensamiento convertir al ser real en ser pensado (pues no hay otro modo de comprender el mundo) y luego, le toca guiar toda la acción humana en su apropiación práctica del mundo, pero es solo es una instancia del Concepto. El Concepto quiere ser la descripción filosófica de que los seres humanos no piensan sin vivir, ni viven sin pensar, sino que piensan y viven, simultáneamente.
La acción del Concepto, aquello que produce la verdad, es decir la razón, no es entonces otra cosa que la producción incesante de esas formas sucesivas y cambiantes de acuerdo entre el objeto real, el objeto inteligible y las determinaciones conceptuales. Pero esto es exactamente la “racionalidad”, es decir la sucesión de “momentos” de la razón. Desde la perspectiva de Hegel, el pensamiento es una facultad humana, pero la razón no es una facultad, una suerte de instinto inmóvil que estaría siempre alojada en el ser humano. La razón, la vida del Concepto, es la sucesión de formas de relación entre el pensamiento y el mundo de las cosas, relación que crea a la vez toda la objetividad del mundo y toda la objetividad del pensamiento. Como se ha visto, para Kant, el pensamiento es esencialmente finito, es conciencia, y por tanto, es en la conciencia donde reside la razón y sus fines. Para Hegel, el pensamiento unifica al objeto real, al objeto pensado y se produce a sí mismo y por ello la razón y sus fines no residen no en la conciencia, sino en la acción del Concepto. Por eso el pensamiento no se comprende racionalmente a sí mismo sino hasta el momento que reconoce ese trayecto necesario. La verdadera racionalidad del pensamiento no está en la elección de tales o cuales principios elegidos como canon, sino en el proceso mismo por el cual el pensamiento constituye al objeto inteligible y reconoce como suyas las categorías que han permitido esa misma inteligibilidad. Dicho de otro modo: el pensamiento sólo se comprende racionalmente cuando es “genealógico”, cuando alcanza la auto-comprensión de su trayecto. El único fundamento para la razón es su auto-determinación, pero esta no es un decreto sino un proceso, una experiencia, una serie de momentos y de instancias. La razón es actividad racional y esta es un encuentro entre el pensamiento y el mundo, una actividad teleológica, orientada con un propósito, con una finalidad. Es entonces comprensible por qué debe tenerse a la vista la Fenomenología de Hegel lo mismo que su Lógica. En efecto, en el capítulo “Razón” (VI), que ocupa casi la mitad de la Fenomenología, se muestra que el yo racional no encuentra un objeto externo ajeno, Otro, sino que comprende que él “pone” o afirma ese Otro como, en principio, su obra, lo mismo que él. Es por eso que en este momento, ya no se habla de “cosas del mundo”, sino de “nuestras cosas”, resultado de la acción espiritual humana. El Saber Absoluto no es más que esta afirmación llevada enteramente a la autoconciencia. Y sólo porque la razón (o el Saber Absoluto) es la unidad reconocida del sujeto y del objeto, la razón es absoluta tranquilidad (pues conteniendo la diversidad de la diferencia interna sólo está en relación consigo misma) y sin embargo, algo que no conoce nunca el reposo (pues esta diferencia interna entre el sujeto y el objeto en el Concepto o el Saber Absoluto, no cesa nunca).
Hegel acepta pues completamente que la nuestra es la edad del criticismo y que nada puede justificarse si no pasa por el tamiz de la razón. Pero examinando críticamente a la razón llega a una concepción que se distancia de ciertos ideales ilusorios de la modernidad. En efecto, la razón no es una suerte de observatorio universalista compuesto de principios inamovibles, ante el cual confrontar –siempre con resultados decepcionantes- nuestras creencias. Para Hegel, la razón existe, inscrita en el itinerario mediante el cual los seres humanos han dado al mundo su forma inteligible y han llegado a comprenderse a sí mismos en ese esfuerzo. Los ideales racionales existen y son verdaderos, pero no son trans-históricos, no gozan de ninguna inmunidad, ni reflejan la naturaleza humana al fin realizada, sino que articulan el concepto de realización y libertad que hasta ahora los seres humanos han alcanzado y que, por su acción, pronto transformarán. Esto es lo que ciertos humanismos universalistas de nuestros días no perdonan a Hegel. Para él, la razón no es un ideal siempre inalcanzable: ella está presente en la vida efectiva, en nuestras prácticas, instituciones y libertades. Pero este no es un punto terminal, sino solo un momento del proceso incesante, interminable, por el cual, sin otro fundamento que el Concepto que van forjando de sí mismos, los seres humanos van creando nuevas prácticas, instituciones y nuevas libertades. Con Hegel, por vez primera en la modernidad, la Razón que se erige, se reconoce por fin enteramente dentro de la Historia, y no fuera de esta.
La crítica de la economía política: Marx.
Encontrar el significado del término “crítica” en Marx supone un cambio brusco de paisaje intelectual. Marx no tiene frente a sí a un filósofo, sino una ciencia social con un cierto grado de desarrollo, y por tanto es en torno a las categorías que esta ya posee donde la crítica se realiza. Ello provoca una serie de diferencias notables. La más visible es que, salvo una pequeña notable excepción que habremos de examinar, Marx no ofrece un discurso epistemológico autónomo dotado del mismo grado de abstracción que el discurso hegeliano. A cambio de esa ausencia, podemos encontrar a Marx en pleno proceso de producción de conocimientos, en el examen crítico de las categorías existentes y de búsqueda de conceptos nuevos. Es por ello que la referencia a las categorías de la economía política clásica se encuentra en las mismas obras en las que Marx expone su propia teoría: naturalmente en El Capital, pero también en las Teorías sobre la Plusvalía, en los Esbozos para la Crítica de la Economía Política de 1857-1858, lo mismo que en Miseria de la Filosofía. Marx está convencido que el conocimiento no logra verdaderos progresos sino a condición de reconsiderar las categorías con las que actualmente piensa su objeto, a tal punto que todas sus obras publicadas después de 1845 portan en su título o en su subtítulo la palabra “crítica”.
¿Qué es lo que Marx reprocha a las categorías de los economistas clásicos? Diversas cuestiones, pero quizá la más llamativa es que estos toman tales categorías como si fuesen eternas, intemporales, sin cuestionar nunca su origen. En una sección de su Miseria de la Filosofía llamada justamente “La metafísica de la economía política”, Marx afirma: “Los economistas expresan las relaciones de la producción burguesa: la división del trabajo, el crédito, la moneda, etc., como categorías fijas, eternas, inmutables…ellos nos explican cómo se produce en esas relaciones dadas, pero lo que no nos explican es cómo se producen esas relaciones, es decir, el movimiento histórico que las engendra”. Entre los economistas clásicos hay una subordinación acrítica al dato empírico que nunca es cuestionada: admitiendo las relaciones burguesas como “naturales”, ellos ignoran las transformaciones históricas que estas han sufrido y, por tanto, las categorías con las que intentan hacerlas inteligibles tienen la misma intemporalidad que las relaciones que intentan explicar. Para Marx no hay duda de que tales categorías son determinaciones del objeto real, pero sostiene que el objeto que intentan explicar –las relaciones de producción capitalistas- no ha sido siempre idéntico a sí mismo, que ha sufrido notables transformaciones y que estas inciden de manera necesaria en el modo en que ese objeto debe y puede ser pensado. La crítica comienza por “criticar al objeto y su categoría”, por no admitir lo inmediato como un dato insuperable que el pensamiento no tendría más tarea que “reproducir mentalmente”. Si las categorías no son eternas, es porque no son formas vacías o creaciones espontáneas del pensamiento: ellas siguen necesariamente las transformaciones del objeto que intentan explicar y por ende, sólo surgen en el momento en que, mediante el pensamiento, se busca aprehender un objeto situado en un momento histórico específico. Según Marx, la aparición de las categorías, aun si pertenece al orden del pensamiento (pues una “forma”) descansa, a la vez que en el plano lógico, en las transformaciones históricas del objeto que es pensado (pues tiene un contenido):
“Es indudable –escribe en El capital- que la economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y la magnitud de valor, y ha descubierto el contenido oculto de esas formas. Sólo que nunca llegó siquiera a plantear la pregunta de por qué ese contenido adopta dicha forma, de por qué el trabajo se presenta en el valor, de a qué se debe que la medida del trabajo conforme a su duración se represente en la magnitud de valor avanzada por el proceso de trabajo”.
Para los economistas clásicos cada categoría es una síntesis que intenta reproducir, en el plano del pensamiento, un objeto dado: las relaciones burguesas. Pero si uno se formula la pregunta: ¿cómo ese contenido adopta esa forma categorial?, entonces las cosas se modifican: cada categoría es una síntesis, pero no de un dato empírico, sino del conjunto de determinaciones pensadas cuyo origen se localiza en las transformaciones históricas que permitieron la aparición de ese objeto. Dicho de modo más abstracto, si se formula la pregunta de cómo dicho contenido adopta dicha forma, entonces las categorías que hacen inteligible un objeto contienen las mismas determinaciones que explican las condiciones de surgimiento de dicho objeto en la experiencia histórica. Comprender racionalmente un objeto (es decir mediante categorías) es reconocer que el contenido de la categoría con la que se lo piensa no es otro que la serie de transformaciones históricas, es decir, de las condiciones de posibilidad que permitieron la irrupción del objeto denotado por tales categorías. Es por eso que la forma (la categoría) y el contenido (las condiciones de posibilidad del objeto) son idénticos. El pensamiento sólo puede dar cuenta de un objeto (y no simplemente aceptarlo como dado) si puede dar cuenta de las condiciones de surgimiento de ese objeto en la experiencia; y sólo puede dar cuenta de sí mismo, (es decir de las categorías que utiliza) si puede comprender la serie de formas que el mismo pensamiento se ha dado a lo largo de ese mismo proceso. Sin este trabajo crítico de determinación del objeto, el pensamiento es dependiente de otra cosa, de las relaciones burguesas, dato que escapa a la crítica y permanece como una mera suposición. Y sin ese trabajo de determinación de sí mismo, es decir del origen de las categorías que utiliza, el pensamiento es incapaz de comprender su propia actividad y queda prisionero, como receptáculo de formas vacías que no puede justificar, o como la imagen mental representativa de objetos externos dados.
Intentemos mostrar este doble movimiento en otros textos de Marx. En lo que probablemente es su exposición metodológica más sistemática, en la sección llamada “El método de la economía política”, Marx señala dos procesos mediante los cuales el pensamiento, en el proceso del conocimiento, va elaborando sus categorías y sus objetos: primero, un proceso por el cual mediante el análisis del dato empírico, el pensamiento establece las categorías más universales, más “abstractas”, que son el verdadero punto de partida conceptual. En segundo lugar, un proceso mediante el cual, partiendo de esas categorías “abstractas”, mediante una serie ordenada por la necesidad, el pensamiento reconstituye la totalidad concreta, lo real efectivo, pero esta vez como “totalidad pensada”. Marx escribe:
“Si comenzara por la población (que es lo real, el supuesto efectivo) tendría una representación caótica del conjunto y precisando cada vez más llegaría analíticamente a conceptos cada vez más simples: de lo concreto representado llegaría a abstracciones cada vez más sutiles hasta alcanzar las determinaciones más simples. Llegado ese punto, habría que reemprender el viaje de retorno, hasta dar de nuevo con la población, pero esta vez no tendría una representación caótica de un conjunto, sino una rica totalidad con múltiples determinaciones y relaciones”.
Veamos el primer proceso. El punto de partida es sin duda lo concreto inmediato, pues el conocimiento no puede empezar sino de ese punto. El ser tangible está ahí, fuera de nosotros. Pero este no es un buen punto de partida conceptual, porque en su abigarrada diversidad se ofrece como caótico. El pensamiento debe pues transformar ese dato, convertirlo en categorías más generales: “esa representación plena es volatilizada en determinaciones abstractas” –señala Marx-. Sin embargo, la creación de estas categorías “simples” no es un logro sencillo. De hecho, supone un largo trayecto conceptual e histórico que, de acuerdo con Marx requirió de siglos: “Los economistas del siglo XVII por ejemplo, comienzan siempre por el todo viviente: la población, la nación, etc.; pero terminan siempre por descubrir mediante el análisis, un cierto número de relaciones generales abstractas determinantes, tales como la división del trabajo, el dinero, el valor…”. Consideremos, a modo de ejemplo, una de esas categorías abstractas: el trabajo: “El trabajo parece una categoría totalmente simple”. En efecto, desde el primer momento, los seres humanos han debido establecer con la naturaleza una relación de apropiación, una simbiosis activa a fin de extraer de ella las condiciones materiales de sobrevivencia y por ende, la representación del trabajo es muy antigua. Y sin embargo, desde el punto de vista económico, la categoría de “trabajo” es tan moderna, como lo son las relaciones sociales que dan origen a esta abstracción simple. En las sociedades anteriores, en las que enorme mayoría de los productos del trabajo no eran hechos para el intercambio, el trabajo no podía aparecer sino como trabajo específico: trabajo del panadero, trabajo del herrero o del agricultor. Fue necesario un largo proceso histórico, que finalmente condujo al intercambio generalizado de mercancías, para que al fin pudiera aparecer, en el plano conceptual la categoría de “trabajo” sin más calificativo, trabajo “en general”, trabajo “abstracto”.
En este itinerario histórico que condujo a la categoría de “trabajo abstracto”, varias etapas fueron importantes: por ejemplo, el momento en que una forma de trabajo, el trabajo agrícola, aparecía como la fuente exclusiva de riqueza, o bien el momento en que la manufactura permitió concebir al trabajo en la industria o el trabajo comercial como fuentes de riqueza adicionales. La indiferencia conceptual frente a un género determinado de trabajo, que permite a fin de cuentas la aparición de la categoría “trabajo abstracto”, no es una simple forma que el pensamiento podría obtener de sí mismo, sino una elaboración cuya premisa supone un proceso histórico complejo: una totalidad muy desarrollada de géneros reales de trabajo, ninguno de los cuales predomina sobre los demás. A pesar de su sencillez aparente y su universalidad, sin esta premisa la categoría no podía aparecer. Puede incluso afirmarse, en general, que las categorías más universales como “humanidad”, “individuo” o “derechos humanos” son muy tardías, porque requieren profundas mutaciones históricas productoras de homogeneización social y política entre los individuos: “Así, las abstracciones más generales surgen ahí donde existe un desarrollo concreto más rico, donde un elemento aparece como común a muchos, como lo común a todos los elementos”.
Si un proceso histórico es la premisa que permite comprender el origen del objeto que está siendo pensado mediante una categoría, aún hace falta un proceso lógico, realizado por los economistas clásicos, para convertir ese proceso en la categoría económica “trabajo abstracto”: mercantilistas, fisiócratas, economistas individuales han contribuido a ello: “Un inmenso progreso se dio cuando Adam Smith rechazó todo carácter determinado de la actividad creadora de riqueza considerándola simplemente como trabajo: ni trabajo manufacturero, ni trabajo comercial, ni agricultura, sino tanto uno como otro”. , pero la dificultad es tal que “aún el mismo Adam Smith vuelve a hacer de cuando en cuando en sistema fisiocrático”. Es porque la categoría no es producto de la espontaneidad del pensamiento, sino la síntesis activa que el pensamiento realiza ante un tipo de sociedad en la cual los individuos pueden pasar fácilmente de un trabajo a otro, y en la que el género determinado de trabajo es para ellos fortuito y por tanto “indiferente”. La categoría más abstracta está pues muy lejos de ser una categoría “simple” y cuando se la examina de cerca se percibe que es más bien una “simplificación” de verdades muy complejas. La categoría se convierte así en una “forma” de pensamiento, pero es claro que tiene un contenido: la serie de determinaciones pensadas que intentan aprehender el proceso histórico real. En otros términos: “trabajo” no es una representación formal del pensamiento que apunta a un contenido externo, sino la unidad de un proceso histórico sintetizado en esa “determinación de pensamiento”. Más tarde, la categoría se independiza incluso de la actividad del hombre concreto de la que partió y ofrece la falsa imagen de ser una creación “espontánea” del pensamiento: “El trabajo se ha convertido entonces, no solo en cuanto categoría, sino también en la realidad, en el medio para crear la riqueza en general y, como determinación ha dejado de adherirse al individuo como una particularidad suya”.
En la crítica de Marx la categoría es una forma de pensamiento, pero no es “formal” pues tiene un contenido y este no es otro que las condiciones de posibilidad que permitieron la irrupción del objeto que esa categoría determina. No puede existir separación entre la forma categorial y el objeto que ella determina, porque sin este, aquella carece de contenido. Las categorías son de tal modo inseparables del objeto que permiten pensar, que sólo son válidas para este e intransferibles: una categoría no puede aplicarse a cualquier objeto histórico, aun si la similitud entre ambos es grande: “El ejemplo del trabajo muestra de manera muy clara cómo incluso las categorías más abstractas, a pesar de su validez –precisamente debida a su naturaleza abstracta- para todas las épocas, son no obstante, en lo que hay de determinado en esa abstracción, el producto de condiciones históricas, y poseen plena validez sólo para esas condiciones y dentro de sus límites”.
La crítica de Marx a los economistas clásicos es pues doble: ni los objetos a los que se refiere la economía son seres ajenos a la acción reflexiva y práctica de los seres humanos, ni sus categorías son simples formas ideales vacías aplicables a contenidos dados. Las relaciones sociales a las que se refiere la economía clásica se transforman constantemente y las categorías referidas a esos objetos son por tanto difíciles elaboraciones teóricas. Hay una asociación indisoluble entre las condiciones de posibilidad históricas de irrupción de esos objetos y las condiciones de posibilidad teóricas (categorías) para la comprensión de esos mismos objetos. A esta crítica que se propone pensar simultáneamente la forma y el contenido de la experiencia la hemos llamado previamente una “filosofía sin presuposiciones”: sin presuposiciones provenientes del objeto y sin presuposiciones formales acerca de lo que es, de suyo, el pensamiento. Puesto que la crítica consiste en examinar las condiciones de posibilidad históricas del objeto, es un conocimiento del objeto, y puesto que la crítica consiste en examinar la actividad del pensamiento que produce les categorías referidas a dichos objetos, entonces es auto-conocimiento del pensamiento. El conocimiento del objeto es simultáneamente conocimiento del pensamiento que piensa ese objeto.
A fin de comprender de mejor manera la forma que el pensamiento se constituye a sí mismo por su propia actividad, acerquémonos al segundo proceso que Marx señala en la producción metódica de conocimiento: el proceso que va de las categorías más abstractas hasta la totalidad concreta pensada: “El todo, tal como aparece en la mente –escribe Marx- como todo de pensamiento, es un producto de la mente que piensa y que se apropia del mundo del único modo posible, modo que difiere de la apropiación de este mundo en el arte, la religión, el espíritu práctico”. Este “concreto de pensamiento” que es el resultado de la elaboración teórica no imita, ni suplanta, al concreto real del que se partió, sólo lo explica de la única manera que los seres humanos pueden explicar: mediante el pensamiento. Este concreto aparece en el momento en que, partiendo de las categorías más abstractas que ha elaborado, el pensamiento coloca a las demás categorías en un orden lógico, unidas por una necesidad mediante la cual cada una de las categorías aparece determinada por las que la anteceden y determina a su vez a aquellas que le suceden. El resultado es un todo de pensamiento llamado “El Capital”. Para llegar a este es preciso partir de la mercancía porque esta es la categoría más abstracta y universal y permite hacer comprensible la forma “dinero” (que no es más que la mercancía que funciona como equivalente general). Sólo entonces es posible determinar la transformación de dinero en capital bajo sus dos formas: plusvalía absoluta y plusvalía relativa. Son estas dos formas de extracción de plustrabajo las que dan acceso conceptual a una serie de relaciones sociales como la jornada laboral, las formas de cooperación y finalmente el maquinismo mediante cuales se produce (y se reproduce en escala ampliada) ese plustrabajo. Es finalmente la comprensión de la totalidad de esas relaciones sociales lo que constituye el concepto del “capital” como totalidad concreta, llena de determinaciones, luchas y conflictos. A medida que se progresa en la serie, cada una de tales categorías es más “determinada”, es decir más “concreta” que las anteriores, y por ende permite comprender un objeto más “tangible”, pero el significado de cada categoría no le viene de este objeto inmediato, sino de las determinaciones que ha obtenido en la serie lógica. Cada categoría es la unidad de forma y contenido, pero su determinación depende de la complejidad de las relaciones que adquiere en el orden lógico. Lo real inmediato sigue siendo real, pero no es más rico sino más caótico que lo real devenido inteligible. La verdadera realidad de los objetos no está “allá afuera”, sino en esa inmediatez unida a la reconstrucción conceptual que la explica. El materialismo de Marx no es pues un realismo ingenuo; para él, lo real como “real pensado” es otra forma de experiencia que lo real inmediato y una nueva forma de pensamiento acerca de esa experiencia.
Es preciso insistir en que se trata de un orden lógico, propio del pensamiento que reflexiona y no una representación “ideal” del orden temporal en que se aparecen los diferentes procesos históricos a los que tales categorías apuntan. Por ejemplo, históricamente la producción agrícola antecede a la producción industrial y en consecuencia la renta de la tierra es una forma de plustrabajo más arcaica que la ganancia industrial, lo mismo que las formas de propiedad de la tierra, sean individuales o colectivas, son más antiguas que las formas de la propiedad industrial. Pero esta precedencia histórica no tiene relevancia lógica alguna cuando se trata de comprender a las sociedades modernas: “En una sociedad burguesa ocurre lo contrario. La agricultura se transforma cada vez más en una simple rama de la industria y es dominada completamente por el capital”. En las sociedades modernas, el capital es la potencia económica que lo domina todo y las categorías que determinan dichas relaciones determinan a su vez el lugar que ocupan las demás categorías. En el plano conceptual no se puede comprender la renta del suelo sin el capital, pero se puede comprender el capital sin la renta del suelo. Es pues el pensamiento, en su actividad de reconstrucción pensada del objeto, el que establece la serie lógica (sus relaciones, sus jerarquías, sus dependencias) con la que trata de aprehender, pero no imitar, el objeto real: “…sería impracticable y erróneo alinear las categorías históricas en el orden en que fueron históricamente determinantes. Su orden de sucesión está dado, en cambio, por las relaciones que existen entre ellas en la moderna sociedad burguesa y que es exactamente el inverso del que parece ser su orden natural o del que correspondería a su orden de sucesión en el curso del desarrollo histórico”.
Lo verdaderamente objetivo en el plano del conocimiento es la unidad de forma y contenido, unidad por la cual el concreto real es convertido en “todo de pensamiento”. Esto de ningún modo es equivalente a la tesis idealista de que el pensamiento “crea” lo real, tesis que Marx rechaza por completo: “El sujeto real mantiene, antes como después, su autonomía fuera de la mente, por lo menos durante el tiempo en que el cerebro se comporte únicamente de manera especulativa, teórica”. Significa, sencillamente, que la producción capitalista es real y que es la única realidad concreta a pensar, pero que no es totalmente real, lo real puesto por la acción objetiva humana, sino en el momento en que adquiere inteligibilidad reflexiva. Esto, por parte de lo real concreto. Además, esa misma unidad entre forma y contenido hace que las categorías de la economía no puedan ser consideradas figuraciones espontáneas del pensamiento, porque son síntesis de las condiciones históricas de posibilidad de la experiencia, es decir premisas para cualquier experiencia racional bajo esas relaciones de producción. Comprender las categorías del capitalismo es comprender la trama inteligible que sustenta a las relaciones capitalistas. Es por eso que examinar las categorías de la economía política es simultáneamente examinar aquella racionalidad que organiza tales relaciones sociales de producción y criticar esas categorías es criticar la forma de racionalidad que ellas producen. Es porque las categorías no son “formas” vacías, sino aquello que, en el plano del pensamiento, sintetiza toda objetividad: la objetividad de los objetos y la objetividad de los sujetos que piensan y reflexionan sobre esos mismos objetos.
Para la crítica de Marx ello significa dos cosas: primero, la racionalidad que subyace a los valores y creencias surgidos en la modernidad con este régimen de producción, no es la realización de los valores intemporales de la humanidad, sino la racionalidad que sustenta y es sustentada por esas relaciones sociales. La racionalidad del capital existe y es real, pero no puede aspirar a la universalidad, porque está asociada al momento histórico que esas relaciones han configurado y es inseparable de estas. Marx ha producido –y es imperdonable- la demostración más contundente de la historicidad de los valores e ideales de la modernidad.
En segundo lugar, la razón (si por razón entendemos la trama lógica de categorías que sustenta la acción y la comprensión humana) está presente y es vivida en todas las relaciones cotidianas, orientando toda acción, otorgando a esta significado. La racionalidad del capital no está en la esfera de los ideales, sino en la trama cotidiana de las relaciones sociales de los individuos que producen y viven bajo esas relaciones. La racionalidad es de este mundo y sus conflictos; es por eso que la doctrina de Marx mostró una nueva dimensión del combate de ideas: el antagonismo entre diferentes categorías no es un mero enfrentamiento espiritual, sino una lucha real y efectiva, un intento por imponer un cierto significado a la acción humana. En síntesis, para Marx, la razón está inscrita en su propia historia, no es más que su propio itinerario, y solo desde ahí puede fundar su propio juicio. Por tanto, piensa Marx, la crítica a la racionalidad de la modernidad no puede provenir de ningún tribunal ideal de la razón, sino de las consecuencias que resultan del ejercicio mismo de esa racionalidad. Es un único proceso el que crea los valores de las sociedades modernas y el que crea las condiciones de la crítica a tales valores: una crítica a las condiciones de existencia y a las categorías con las que pueden pensarse dichas condiciones de existencia. Marx es sin duda el intento más robusto por mostrar a la razón en la historia, inmersa en su funcionamiento y sus transformaciones, a tal punto que estima que sólo del interior de la racionalidad capitalista pueden surgir las condiciones de su transformación.
La crítica a las ciencias humanas: Foucault.
La filosofía contemporánea ha ejercido la crítica de muy diversas maneras. Pero entre ellas no suelen prevalecer los aspectos epistemológicos, como si el problema del conocimiento ya no fuese problemático, como si el notable desarrollo de la ciencia volviera innecesario preguntarse acerca de la manera en que se conoce. Es por eso que destaca la filosofía de Michel Foucault. En efecto, es preciso tener presente que su primer impulso viene de la llamada “epistemología histórica de los conceptos” tal como era practicada por G. Canguilhem. Solo que a diferencia de este, Foucault no se interesa por las ciencias de la vida, sino por una serie de saberes y disciplinas más vacilantes, en todo caso más llenas de dudas que de certezas, que pueden ser reunidas bajo el término de “ciencias humanas”. Esta preocupación epistemológica permite aproximarlo a Hegel y Marx, con la notable diferencia de que Foucault no desea construir una filosofía o una teoría de la sociedad contemporánea. No obstante, llevándonos a las cuestiones de ¿cómo se ha formado un cierto saber? ¿Cómo han surgido? ¿Qué ha hecho emerger las formas de racionalidad que tales saberes ejercen?, Foucault nos conduce a la relación entre el pensamiento y su historia.
Atribuir a Foucault una posición radical crítica en el pensamiento no es un acto arbitrario. En lo que resultó ser una suerte de últimas palabras, él mismo señaló: “¿…Qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica- si no es el trabajo del pensamiento sobre sí mismo?” Foucault se coloca pues en el sendero abierto por la filosofía de Kant y luego de Hegel. La cuestión que se plantea es: ¿qué imagen del pensamiento surge cuando este examina su propia actividad? Para Foucault, la tarea se inicia suspendiendo toda presuposición, especialmente aquella que reduce al pensamiento a la representación mental de objetos externos; a esta suspensión la llama “problematizar”: “El pensamiento no es lo que habita una conducta o le da sentido; él es más bien lo que permite tomar una distancia respecto a la manera de hacer o de reaccionar, de darse esta como objeto del pensamiento e interrogarlo sobre su sentido, sus condiciones o sus fines” . La excepcionalidad del pensamiento es que permite al individuo distanciarse de sí, elevarse sobre sí mismo, pensarse pensando: “…el pensamiento no es aquello que nos hace creer en lo que pensamos, ni admitir lo que hacemos, sino lo que nos hace problematizar incluso aquello que somos nosotros mismos”.
Este distanciamiento crítico afecta a las categorías centrales de toda epistemología: la de objeto y la de sujeto: “… una historia crítica del pensamiento sería un análisis de las condiciones en las cuales se forman o se modifican ciertas relaciones entre el sujeto y el objeto, en la medida en que estas son constitutivas de un saber posible”. La Arqueología del Saber, obra en la que Foucault intenta dar forma sistemática a lo que ha hecho en sus obras previas “sin saberlo”, es en realidad una compleja maquinaria crítica, una gran tarea de descentramiento ante las nociones de sujeto y objeto. ¿Cómo lo logra? Desplazando el análisis hacia la categoría de “discurso”, haciendo de este todo el horizonte de objetividad posible para las ciencias humanas. El discurso es naturalmente una serie relaciones entre enunciados, una trama que liga entre sí categorías, conceptos, representaciones que se ofrecen como entidades lingüísticas. Pero Foucault se propone mostrar que es por las reglas el sistema discursivo que los objetos de las ciencias humanas pueden presentarse a la experiencia. Un “objeto” de las ciencias humanas no es el referente inmediato, sino un constructo, una entidad producida en la trama discursiva. Un buen ejemplo puede ser la locura: no es difícil mostrar en la existencia humana, desde tiempos inmemoriales, la presencia de la desviación mental, pero lo que hace que este hecho se viva de una cierta forma de experiencia es la trama cambiante de discursos disciplinarios, correctivos o normalizadores que irrumpen en distintos registros: médicos, jurídicos, religiosos, familiares o literarios. La locura, como una suerte de referente capaz de atravesar todos los tiempos y todas las experiencias no existe: “La locura no puede encontrarse en estado salvaje. La locura no existe sino en una sociedad; ella no existe fuera de las formas de la sensibilidad que la aíslan y de las formas de repulsión que la excluyen o la captura”.
Pero para que el discurso pueda convertirse en “condición de posibilidad” de la experiencia es preciso criticar, primero, la concepción “representativa” que suele acompañar a la idea de discurso (y en general del lenguaje). En efecto, el discurso no es la “representación lingüística” de un objeto externo porque “representación” quiere decir justamente “separación” entre lo representado (las cosas) y el representante (el discurso), mientras que el análisis arqueológico consiste en probar esa inseparabilidad. No es el objeto externo el que asegura la unidad del discurso; es a la inversa, son las reglas de formación de los objetos producidos por el discurso las que aseguran la unidad de los objetos: “Nos engañaríamos seguramente si preguntásemos al ser mismo de la locura, a su contenido secreto, a su verdad muda y cerrada sobre sí misma lo que se ha podido decir de ella en un momento dado”. Para el análisis arqueológico, el discurso no es indicativo de otro mundo: el mundo de las cosas. Por eso el análisis no consiste en neutralizar el discurso, en hacerlo signo de otra cosa, de atravesar su espesor para alcanzar lo que permanece silenciosamente más allá de él. Entre las “palabras” y “las cosas” no existe una relación de “designación” porque designar quiere decir justamente que se trata de dos entes que luego, son puestos en relación. Las diferentes tramas discursivas en que el objeto “locura” ha sido históricamente inscrito no son representaciones más o menos inexactas de un referente inmóvil, idéntico a sí mismo (este es la presuposición de cualquier “historia de las ideas”) sino formas objetivas de aprehensión, conocimiento o exclusión de la locura y del loco: “No se trata de interrogar al discurso para hacer a través de él una historia del referente…no se trata de saber quién estaba loco en tal época, en qué consistía su locura, ni si sus trastornos eran idénticos a los que hoy nos son tan familiares”.
Lo que coloca a Foucault en la línea de la crítica a la razón a la que nos hemos venido refiriendo es que a través de las reglas y relaciones discursivas busca establecer la unidad de forma y contenido de la experiencia. Por ello niega a los objetos de las ciencias humanas toda independencia respecto al discurso: “El objeto no aguarda en los limbos el orden que va a liberarlo y a permitirle encarnarse en una visible objetividad; no se preexiste a sí mismo, retenido por cualquier obstáculo en los primeros bordes de la luz. Existe sólo en las condiciones positivas de un haz complejo de relaciones (discursivas)”. Y es porque no hay separación entre el objeto (pensado) y las condiciones discursivas con las que se lo piensa que el conocimiento de ese saber no puede ser una “representación”, sino una actividad, la actividad en el discurso por la cual ese objeto ha irrumpido en la experiencia: “(la arqueología) busca sustituir el tesoro enigmático de las cosas previas al discurso, por la formación regular de los objetos que solo en él se dibujan. Definir esos objetos sin referencia al mundo de “las cosas” sino refiriéndolos al conjunto de reglas que permiten formarlos como objetos el discurso y constituyen sus condiciones de aparición histórica”.
Si la arqueología coloca al discurso como mediación absoluta ante “las cosas”, no es para luego colocar al discurso mismo bajo la soberanía de la conciencia. De hecho, Foucault no hace uso de la categoría de “pensamiento” sino la de “discurso” porque aquella le parece demasiado próxima a la psicología de la conciencia. No es pues el sujeto el que, por un acto de creación individual, determina al discurso; por el contrario, la presencia del discurso es la que permite al sujeto articular desde la posición que se le asigna, enunciados que entonces pueden ser caracterizados como verdaderos o falsos: “hay un lugar determinado y vacío que puede ser efectivamente ocupado por individuos diferentes; pero este lugar, en vez de ser definido de una vez para siempre, varía, o más bien es lo bastante variable para poder, o bien mantenerse idéntico a sí mismo a través de varias frases, o bien modificarse en cada una”. Desde luego es el individuo real y concreto el que, al movilizar al discurso, formula enunciados y conceptos, pero sólo puede hacerlo por su participación en el orden del discurso, de modo que el individuo que formula no es conceptualmente el mismo que el sujeto del discurso: “no hay pues que concebir al sujeto del enunciado como idéntico al autor de la formulación. Ni sustancialmente, ni funcionalmente…él no es el efecto, causa, o punto de partida de ese fenómeno que es la articulación escrita u oral de una frase”.
La arqueología se propone describir las grandes mutaciones históricas que han permitido diferentes formas de experiencia en la irrupción de los objetos de las ciencias sociales. Pero esas mutaciones discursivas tampoco son explicables por la inventiva de la conciencia individual. Es verdad que son los individuos concretos quienes modifican sus categorías, pero estas modificaciones deben pasar por las reglas que gobiernan las relaciones y las jerarquías internas entre conceptos y categorías. En síntesis, la crítica de los objetos de las ciencias humanas tiene su continuación en la crítica a la conciencia: las categorías y los conceptos no provienen de la actividad sintética del sujeto, sino de las relaciones objetivas que aquellas tienen en el orden discursivo: “en el análisis que se propone aquí, las reglas de formación (de los conceptos) tienen su lugar no en la mentalidad o la conciencia de los individuos, sino en el discurso mismo; se imponen según una especie de anonimato uniforme a todos los individuos que se disponen a hablar en ese campo discursivo”. El discurso remplaza al sujeto trascendental: “…hay que reconocer que no es ni por el recurso a un sujeto trascendental, ni por el recurso a una subjetividad psicológica como se define el régimen de las enunciaciones”.
Quizá la mejor forma de comprender el alcance crítico de esta filosofía sea tomar el momento en que el objeto pensado y el pensamiento que lo piensa recaen en la misma entidad: son las “ciencias humanas”, el momento en que el sujeto se coloca a sí mismo en posición de objeto para ser reflexionado. De aquí surge el controvertido tema de “la muerte del hombre”. En efecto, si la arqueología es capaz de mostrar que, por un pliegue histórico del saber, surgieron esas disciplinas, entonces resulta que el “hombre”, como objeto problemático de un saber posible, es una creación reciente. Si esto es así, resulta “que el hombre no es el problema más antiguo, ni el más constante que se haya planteado el saber humano…”. Este resultado coloca a Foucault en un lugar singular. La modernidad se caracteriza, ciertamente, porque en ella surge el hombre como problema, como punto de referencia en torno al cual gira el significado, la autonomía y la libertad. Pero Foucault sostiene que este problema real no expresa la razón por fin llegada a su culminación, sino que es un momento contingente, resultado de un cambio en las disposiciones fundamentales del saber: “(su aparición) no fue la liberación de una vieja inquietud… del acceso a la objetividad de lo que desde hacía mucho tiempo permanecía preso en las creencias o en la filosofía”. Nada puede parecer más extraño a las filosofías de la Razón universal que la extinción del objeto central de sus preocupaciones: “si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron, si, por cualquier acontecimiento cuya posibilidad podemos cuando mucho presentir pero cuya forma y promesa no conocemos por ahora, oscilaran, como lo hizo a fines del siglo XIX el suelo del pensamiento clásico, entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar, un rostro de arena”.
No es nuestro propósito examinar aquí en detalle la obra de Foucault posterior a la Arqueología, pues creemos que su basamento epistemológico está suficientemente establecido. Su obra posterior trata de mostrar los procesos de “objetivación” y “subjetivación” de los que resulta el sujeto de la modernidad. La genealogía se encargará entonces de mostrar la manera en que el individuo ha sido convertido en “objetivo”, en el “blanco”, de las acciones de un poder y de las reflexiones de un saber. El sujeto moderno resulta de una serie de procesos de normalización y disciplinarización que gradualmente han invadido todos los aspectos de su vida, mediante su inserción en un sistema complejo y sutil de vigilancia y castigo. Por último, la “ética” del último Foucault mostrará la forma en la cual el sujeto moderno, autónomo, liberado de la Ley de Dios y de la tradición, se crea a sí mismo sujeto moral, no mediante una decisión racional única de aceptación del deber, sino por una lenta modelación de la conducta. Pero tanto la genealogía como la ética llegan a la misma conclusión: el sujeto moderno es producto de su contingencia histórica: él no tiene otro contenido que el que le otorga su propio itinerario, no tiene otro fundamento que su propia historicidad y no conoce ninguna universalidad antropológica, ninguna necesidad obligatoria que atraviese todas las experiencias. El sujeto no es entonces substancia sino forma de un contenido histórico y esta forma no es siempre, ni es sobre todo, idéntica a sí misma.
¿Qué ha hecho entonces el pensamiento crítico de Foucault respecto a este “objeto” singular? Analizar los dominios de experiencia en los que el sujeto surge: el examen de su irrupción como objeto y de su elaboración como sujeto, es decir del conjunto de razones por las que piensa y es pensado. El pensamiento crítico es así una analítica de la racionalidad que subyace a la existencia. No es el sujeto autónomo el que, por su razón produce un mundo, sino por el contrario la acción de ciertas formas de racionalidad ya en juego las que producen la “forma sujeto” (incluidas su libertad y sus opciones de transformación). Varias cuestiones son importantes a propósito de esta concepción de la racionalidad: primero, que es coextensiva con toda la vida. La racionalidad no es un problema metafísico, sino algo que está presente en nuestras vidas cotidianas, manifiesta en el momento en que el individuo moderno es normalizado, disciplinado o cuando elije una conducta. Una serie de razones organiza el estatuto de la vida y de la muerte, el del crimen y el de la ley “es decir, un conjunto de cosas que a la vez construyen la trama de nuestra vida y aquello a partir de lo cual los hombres han construido su discurso de tragedia”. Es una metafísica de la inmanencia, hasta en sus gestos más insignificantes. Es por eso que piensa que la racionalidad está configurada no solo por los grandes ideales de la razón, sino también por la serie de pequeños argumentos, los discursos de todos los días en la fábrica, la escuela, el hospital, con los cuales el sujeto se disciplina como trabajador o se normaliza como sujeto moral. Para esta filosofía, las estructuras de la razón se hacen manifiestas no en los principios abstractos, sino en los empleos concretos del pensamiento. Las normas de la racionalidad se constituyen en el mismo proceso de aplicar el pensamiento a problemas particulares, y las ciencias humanas han sido un lugar privilegiado para ello. Desde luego, esta racionalidad cambia y se transforma, pero no por las grandes ideas universales, sino por los pequeños ajustes y transformaciones del pensamiento hundido en la contingencia. La razón no goza de ninguna inmunidad porque es parte del juego y de la relación de fuerzas en las que se ejerce un poder y se produce un saber: “He intentado mostrar que la racionalidad buscada en el emprisionamiento penal no era el resultado del cálculo de intereses inmediato (lo más simple, lo menos costoso es aún encerrar) sino que provenía de toda una tecnología del amestramiento humano, de la vigilancia del comportamiento, de la individuación de los elementos del cuerpo social”.
Se comprende que esta perspectiva no encuentre ningún interés en juzgar tales prácticas cotidianas con el rasero de una racionalidad que las haría apreciar como formas más o menos lejanas de un canon arbitrariamente elegido. Se trata, por el contrario, de ver cómo ciertas formas de racionalidad están inscritas ya en dichas prácticas, cómo las organizan y qué papel juegan en ellas. Por eso no presta atención a una razón y una verdad inalcanzables. A la inversa, declara que la razón y la verdad son de este mundo. Esta cuestión es crucial: los sujetos no viven un remedo de una vida verdadera que nunca alcanzarán, sino que viven objetivamente un juego de lo verdadero y de lo falso que organiza sus vidas efectivas: “porque es cierto que no hay prácticas sin un cierto régimen de racionalidad, pero antes que medirlo contra un vector Razón, debe ser analizado según dos ejes: la codificación/prescripción (cómo se forma un conjunto de reglas y medios para la obtención de un fin) y por otra parte, la manera en que se determina un dominio de objetos a propósito de los cuales es posible articular proposiciones verdaderas o falsas”. La verdad no se ejerce en el tranquilo relato de discurso, sino que la verdad es un principio permanente y activo, algo que hace que el logos sea enseñado, repetido y asimilado. La verdad –dice Foucault- es una razón de vida.
Naturalmente al preguntarse sobre las condiciones de posibilidad de la existencia, esta perspectiva crítica encuentra la violencia, el mal, lo absurdo. No considera la desviación o la trasgresión como lo Otro de la racionalidad, sino se propone mostrar que ellas surgen simultáneas a la racionalidad que desafían. Es porque las estructuras fundadoras de la experiencia moderna producen lo que ellas mismas dividen, suscitan aquello mismo que niegan. Las normas de la vida racional son producto de la actividad racional de vivir una vida. Foucault sostiene que, no importa qué tan abominables como sean ciertos actos, estos resultan de la misma trama de categorías, conceptos y valores: nada hay más intrínseco a nuestra cultura que las formas de desviación y del crimen. La racionalidad moderna no está hecha sólo de ideales. ¿Cómo podría ser comprensivo un discurso sobre la racionalidad si ignora aquello que desde su interior, la contradice y la desafía? Pero esto no es renunciar a la razón, sino mostrar que toda racionalidad, en el momento de existir, por su acción, designa a su otro: “ver en este análisis una crítica de la razón en general, sería postular que la razón no puede venir más que el bien y que el mal no puede venir más que del rechazo a la razón. Esto no tendría mucho sentido. La racionalidad de lo abominable es un hecho de la historia contemporánea. No por ello lo irracional adquiere derechos imprescriptibles”.
La modernidad es el momento en que la humanidad decidió hacer uso de su propia razón sin someterse a ninguna autoridad, pero este es precisamente el momento en que la crítica a esa razón es necesaria. Solo que esta crítica no se realiza desde la altura de los ideales, sino desde las formas de racionalidad ya actuantes en nuestra existencia. Nuevamente, la razón y a su crítica son devueltas a su contingencia. La filosofía, que no es sino distanciamiento crítico del pensamiento sobre sí mismo, pertenece por completo a esa misma contingencia, está dentro de la historia: “ella intenta clarificar, en su poder de restricción pero también en la contingencia de su formación histórica, los sistemas de pensamiento que se nos han hecho familiares, que nos parecen evidentes y que se nos han hecho uno, un cuerpo con nuestras percepciones, nuestras actitudes, nuestros comportamientos”. La analítica de Foucault prueba así que la razón no tiene otro fundamento que el proceso en que se constituye. ¿Quiere decir que la filosofía pierde su aspecto crítico? De ningún modo. Es crítica porque muestra a cada uno el proceso que lo constituye y porque no admite que el ser humano esté atado a ninguna necesidad, ni a la naturaleza dada, ni a un pensamiento igualmente dado, sino que el sujeto es su propia obra, en el momento en que produce una relación de sí a sí y una relación de sí con los otros. Saber que no hay ninguna relación definitiva e inmutable consigo mismo o con los otros es adquirir conciencia de que están por realizarse otras formas de ser, otras posibilidades de existencia. De hecho, ya están en marcha, pero no están guiadas por ideales inalcanzables sino por lo que de inteligible surge entre los conflictos y las adversidades de la vida cotidiana. Esto es, según Foucault, la verdadera filosofía crítica: “Una filosofía que no determine las condiciones y los límites de un conocimiento objetivo, sino de las condiciones y las posibilidades indefinidas de transformación del sujeto”.
Colocar a la razón en la historia no es renunciar a la razón sino otorgarle como fundamento autónomo su propio itinerario. La racionalidad de la modernidad es un hecho, pero también un problema. Esto es así, porque el ser humano es simultáneamente, un ser racional e histórico. Por ello, su racionalidad no es un observatorio donde reposar, sino un búsqueda en medio del conflicto: “una racionalidad que postula su unidad y, sin embargo, no procede sino por modificaciones parciales; una racionalidad que se valida a sí misma por su propia soberanía, pero que no puede ser disociada de las inercias, la pesadez o la coerción que la sujetan”.
Bibliografía citada
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Con cierta benevolencia, los antecedentes lejanos del criticismo podrían remontarse a Sócrates. Con todo, el empleo del término “crítica” para designar un género filosófico aparece con la obra de Pierre Bayle (1647-1706) cuyo Diccionario Histórico y Crítico (Roterdam, 1697) fue considerado por Leibniz “el diccionario más bello del mundo”. Véase, Henriot, P.; “Criticism”, en Encyclopedie Philosophique Universelle, PUF, Paris, p. 514.
El término “crítica” tiene su origen en el verbo griego krino y el sustantivo krisis, “distinguir, elegir, juzgar, decidir”. El verbo designa toda acción de elección, de decisión y de toma de posesión, sin referencia al dominio específico donde esta acción se realice.
En la filosofía el término “categoría” fue introducido por Aristóteles para quien una categoría designa las grandes clases de predicados que se pueden afirmar de un sujeto cualquiera. Ellas son, al mismo tiempo, las grandes divisiones del ser “que se dice de muchas maneras”. Aristóteles ofrece la lista de categorías en Categorías IV, 1B y en Tópicos IX, 103B. Véase Le Ny, J. F.; “Categories”, Encyclopedie Philosophique Universelle, op. cit. p. 277.
“Si quisiera pensar un entendimiento que intuyera por sí mismo (como sería por ejemplo un entendimiento divino que no se representara objetos dados sino que, a la vez ofreciera o produjera estos con su representación), entonces las categorías perderían todo su significado en relación con tal conocimiento. Estas solo son reglas de un entendimiento cuya capacidad entera consiste en pensar, es decir en la tarea de reducir a la unidad de la apercepción la síntesis de la variedad que, desde otro lado, le ofrece la intuición…”. Kant, I.; Crítica de la razón pura, op. cit., B/145.
La tabla de las categorías ofrecida en la KRV tiene algunas diferencias con la ofrecida por Aristóteles tanto en el número como la distribución en clases de categorías.
“La única refutación al criticismo es el pensar sin presuposiciones: el pensar sobre el pensamiento sin admitir ninguna presuposición, intentado fundar a la vez la experiencia y la reflexión”. Marrades, Julián; El trabajo del Espíritu. Hegel y la Modernidad, p. 164.
Foucault, M.; L’usage des plaisirs, p. 14. El libro, publicado a finales de junio del año 1984 antecedió de pocas semanas a la desaparición del filósofo.
“A propos de la généalogie de l’éthique: un apercu du travail en cours”, Dits et écrits, vol. IV, p. 612.